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sábado, 10 de marzo de 2012

Sobre la condición animal y el hombre.





2.4-Sobre la condición animal y el hombre.
Las cambiantes nociones acerca de la naturaleza de este sistema son también ilustrativas de nuestros anclajes culturales con el mundo natural. El orden en que disponemos a los seres vivos sólo delata nuestra propia estimación como parte de la Naturaleza.
En época de Buffon, por ejemplo, su aseveración sobre la comparación entre hombres y animales, aunque antropocentrista, es arriesgada y opuesta a lo que en pleno siglo XVIII la rígida presión doctrinaria de los fundamentalistas cristianos permitiría en relación al estudio de los animales. Incluir al hombre en el reino zoológico siempre ha sido difícil y lleno de complejas estrategias diferenciadoras, encumbradoras del género humano, desatendiendo imbricaciones e implicaciones, sugiriendo categorías ascendentes en el reino de las criaturas vivas.
La misma violencia crítica se produce en el siglo XVI cuando Pierre Belon compara la estructura ósea de las aves con la del hombre, señalando que ambas poseían esencialmente la misma forma, planteando una visión pecaminosa para una ideología zoológicamente segregacionista. El hombre debía de colocarse entre Dios y los animales, imposibilitando la licitación de las disecciones de cuerpos humanos, dificultando enormemente la observación comparada en profundidad que pretendería más tarde Buffon, en un momento histórico postoscurantista que le permitía la ingenuidad de creer que la erradicación de la "ciencia antigua" y el estudio comparado de hombres y animales eliminarían las creencias populares tradicionales con las que siempre se había visto obligada a mantener correspondencia.
En la Francia de Buffon no se creía posible que el alma residiese en los animales, impidiendo una sola comparación entre humanos y bestias en cuanto a mente y espíritu se refiere.
Desde luego, es obvio que, desde los tiempos más remotos, eran contempladas las coincidencias orgánicas o locomotoras de hombres y animales, pero a través del concepto más o menos solapado de máquina.
Se trataba, pues, de explicaciomes mecánicas, según señalaba Descartes, que no asumían nexos familiares entre hombres y animales, sino de ambos con las leyes físicas expresadas en las máquinas. Las analogías actuales con los sistemas informáticos no son sino la demostración de que existe una persistencia en abstraer fenómenos de índole asimilable a un extramundo.
La presencia de distintas especies con rasgos comunes o bien diferenciadores recurría a explicaciones rotundas y rígidas, de bastarda hermandad. El concepto Lamarckiano de la "cadena de los seres vivos", una formación de eslabones consecutivos e irreemplazables, gozó en su momento de una aceptación delatora de un tendencioso ajuste del mundo a las pretensiones dominadoras y colonizadoras de las culturas occidentales frente a las más cercanas a la simplicidad propia de los eslabones más bajos.
La idea de la "cadena" dispone en orden rígido las criaturas más complejas a las más sencillas, desde los ángeles hasta los microbios, y, aparentemente, pudiera semejar una concesión a los posibles nexos, aún cuando se establecieran en línea recta e insalvables, del hombre con los animales. Sin embargo no suponía otra cosa que el establecimiento de una jerarquía en la que los hombres, cercanos a los ángeles, se disponían "por encima" de las bestias.
A este respecto, Hiroshi Aramata contempla la posibilidad de que en Francia, de dieta esncialmente cárnica, existiera una diferenciación más drástica entre hombres y animales que formularía la taxonomía de acuerdo a la calidad alimenticia, otorgando a los animales más sabrosos los puestos superiores; y Buffon, evidentemente, combatía enérgicamente dicha mentalidad.
Si el concepto de "cadena de los seres vivos" puede ser criticable como obsoleto, lo cierto es que en la actualdad perviven vestigios como la idea de "cadena alimenticia", con rangos de depredación unidireccionales, en busca de una conveniente orientación del devenir de los acontecimientos.
El destino único puede parecer más tranquilizador que la incertidumbre. Cuando la cadena alimenticia resulta poco exacta, se adecúa su redistribución y nace la "pirámide alimenticia", explicación icónica que sitúa a los pocos elegidos para ostentar la superioridad en una cumbre más exclusiva en cuanto que más elevada. El hecho de efectuar la metáfora a través de pirámide (la base, por definición poligonal...¿sería poligonal? ¿de cuántos lados?), concepto de uso todavía reciente, remite a la simplicidad geométrica del triángulo, símbolo gráfico de gran poder de señalización direccional hacia lo superior, lo divino, lejano de la tierra, cercano al cielo ¿el cielo que nuestros antepasados arborícolas conquistaban desde las altas copas de ancestrales pluvisilvas?.
Parece claro que la confusión entre intelecto (o al menos una forma de intelecto análoga a la humana) y alma ha negado la calidad de seres supriores, dotados de alma , a los animales, facilitando su consideración como mercancía. Los intelectuales científicos del siglo XVIII parece ser que se planteaban el problema de la aproximación entre el reino humano y el animal para hacer lícita una comparación constructiva. Eran conscientes de que la humanidad lo ignoraba casi todo acerca de sí misma y no tenía un claro discernimiento entre los productos de la emoción y los del intelecto, esto es: distinguir lo afectivo de lo estrictamente mental (si es que ello es posible). En tal contexto cultural, una primera aproximación comparativa entre animales y bestias contemplaba tan sólo las diferencias visibles, traducibles en imágenes, evidentes analogías o diferenciaciones en el desarrollo de sus órganos. La Edad Media, casi sin querer, había visto en los animales no un conjunto de criaturas sin alma, sino de espíritus sin cuerpo racional.
Eran los mismos hombres los que les otorgaban aspectos particulares (y ejemplares) del juicio y la comprensión humanos. Eran los hombres quienes introducían a los animales en sus narraciones para medirse con ellos, cambiando en aras de la oportuna tergiversación, la fidelidad o veracidad de las características definitorias, distintivas, de cada animal, cambiar su naturaleza original, o hacerlos permanecer en ella.
Los animales en relación más directa con el hombre son generalmente enaltecidos por un sometimiento que subraye su relativa inferioridad, encumbrando aún más nuestra propia posición en la jerarquía "natural": sometemos y esclavizamos a los animales superiores para autopromocionar nuestro rango, para en cierto modo envanecernos. El puente del oscurantismo medieval al siglo de la ilustración, el Renacimiento, no hace nada para eliminar dicho error de apreciación.
Aumentar el prestigio de los súbditos supone un superlativo ennoblecimiento del rey, que siempre está buscando con autocomplacencia dignos vasallos en el reino animal.
Buffon selecciona al caballo como el mamífero que mantiene la relación más profunda con el hombre, y que ilustra la condición del animal degradado a ganado, despojado de su naturaleza original para satisfacer nuestros propósitos de bienestar, los cuales generan un abuso a menudo cruel. El animal doméstico tiene garantía de infeliz superioridad dado que sólo los salvajes conocen la forma natural de vivir (esa misma forma de vivir que nosotros sublimamos en el paraíso y su abandono, obedeciendo a la ley del hambre y la supervivencia).
El régimen de esclavitud otorga al animal doméstico un ejemplar carácter cuyo estudio se supone revelará en qué dosis su comportamiento viene de la naturaleza (o de Dios) y en qué medida proviene de la intervención del ser humano, con lo que el estudio del animal doméstico se presentaría como más inmediato, más profundo y revelador, pero ¿cómo contrastar lo aprendido de los animales domésticos con lo que sabemos de los animales salvajes, casi siempre de forma indirecta, esperando datos precisos o carentes de distorsiones?. Y además, si varía nuestro concepto de qué es un animal doméstico al cuantificar su grado de domesticación...¿no cambiará el significado de cualquiera de nuestras conclusiones?.
Nadie en la Edad Media parecía ver en un animal doméstico a un ser humillado, impedido en su natural desarrollo, sino todo lo contrario: un ser escogido, seleccionado por sus buenas aptitudes, el cual siempre habría acompañado, alimentado o abrigado al hombre por divino decreto.
En los umbrales del siglo XIX la actitud no había cambiado., pero al menos las mentes más brillantes ven la auténtica cuestión de fondo.
Actualmente, la condición del animal es tema de controversias y preocupación por parte de biólogos como en su día Konrad Lorenz, filósofos como Ernst Jünger, y teólogos como Andrew Linzey o etólogos como Donald R. Griffin (ver bibliografía), nos hacen ver que el problema básico consiste en si le otorgamos o no capacidad de autoconsciencia a los animales, o , en todo caso, a cuáles de ellos sí y a cuáles no.
Creo que este es uno de los problemas clave a tener en cuenta en el área de la representación de otros seres, sea con fines artísticos o científicos, o la eterna combinación de ambos en medios divulgativos masivos.
Podemos adelantar este criterio que entra en el terreno de la ética como factor decisivo en la elaboración de imágenes zoológicas.
Aunque Donald R. Griffin nos puede parecer radical, en sus modernos planteamientos, sobre la necesidad de reconocer el pensamiento consciente en cualquier criatura, por miserable que nos parezca, el hecho es que la actitud opuesta es la que ha prevalecido (aún negándola como extraño tabú cuanto más nos acercamos a nuestros días).
Podríamos ir un poco más lejos y afirmar que más potente que el tabú del sexo, vicario del que nos ocupa, es el tabú que se oculta tras el menosprecio de los animales, un tabú que impide considerarlos tan conscientes del mundo en que viven como nosotros mismos, imprimiendo cierto matiz de ingenuidad, fatuo idealismo o inmadurez a todos los que muestran un fuerte interés por los animales, o inquietud por su bienestar.
Pienso que, pese a los prejuicios religiosos (que, al fin y al cabo siempre se oponen a algo existente por alguna razón práctica de fondo) o precisamente en base a ellos, podemos establecer que desde la antigüedad es normal un animismo que incluye al reino animal y que llegando a la modernidad origina su autodestierro a través de la diferenciación a menudo ambigua de los conceptos de alma e inteligencia.
Buffon señaló la cuestión con pasmosa exactitud (y radicalidad, en un tiempo en gran medida dominado todavía por poderes religiosos):

"Ni debe de sorprendernos saber que los humanos puedan dar a los animales aquello que poseen: la razón, el juicio y la comprensión, y que también puedan hacer cambiar la naturaleza original de los animales o hacer que permanezcan en ella".

Los animales más susceptibles de atribuciones positivas -siempre humanizantes- son, para la mentalidad colectiva a la que pertenece y critica Buffon, los animales domésticos, a través de los cuales sería posible descubrir, contrastados con sus ancestros salvajes, la intervención del hombre y la intervención divina en el carácter de las especies, insinuando, de paso, y casi involuntariamente, que el primer animal domesticado sería el humano, en quien deberíamos buscar su esencia congénita aislada del orden impuesto por la sociedad.
Lo paradójico de la cadena del ser y su aceptación, incluso por la mente inquisitiva de Buffon, es que niega la animalidad humana poniéndola en un extremo de la cadena al que se acercan las criaturas de animalidad subjetivamente más perfecta, más parecida a los ángeles, únicas criaturas más próximas a la perfección divina que la humanidad.
No es difícil, aunque sólo sea por empatía, intuir que Buffon colocó a los mamíferos en la cúspide de la Historia Natural. Pero también hay que decir que consideró más próximos a la perfección -al hombre- a los animales domésticos, el más elevado de los cuales sería sin duda el caballo, "el mamífero que mantiene la relación más profunda con el hombre".
Las aves, dignificadas por su capacidad de vuelo, de elevación, son pese a todo contempladas como esencialmente distintas. Los reptiles y los anfibios siempre han pertenecido a un grupo envilecido por su cercanía a la tierra, al lodo primigenio del que el hombre ha querido desprenderse por una enigmática asociación con la idea de suciedad, de impureza, imperfección. De ahí la preferencia por los minerales con superficies uniformes, características y reconocibles, los metales, los cristales. Representan rupturas de continuidad en el discontinuo propio de la naturaleza. La vida es discontinuidad, argumenta Bataille ante el continuo de la muerte.
La cultura oriental, aunque con marcadas diferencias, especialmente en extremo oriente, presenta una actitud similar. Tanto en China como en Japón es apreciable el talante humanoide otorgado a los mamíferos en tanto que fuente alimenticia que cohabita con la población humana.
Aventurarse, no obstante, a adentrarse en las implicaciones de las imágenes zoológicas en estas culturas puede ser muy arriesgado desde un perspectiva occidental. Tengamos en cuenta que, acostumbrados a informarnos en distintas culturas cercanas, como quien busca emisiones en un dial de onda media, donde cambian las voces y no las ideas, olvidamos que no es fácil desde aquí comprender en profundidad la cultura visual de unos pueblos cuya mecánica de pensamiento es diferente, desde el momento en que se manifiesta a través de lenguas aislantes preñadas de ideogramas, de "palabras concepto" independientes de una secuencia estructurada, de una sintaxis, tal y como nosotros la entendemos a través de determinantes, nexos y modificadores.
En Oriente, el embellecimiento, el ajuste a un cánon que recoge elementos considerados positivos (compartidos con la belleza física humana) es aplicado de forma particular a los animales que proporcionan comida de un modo u otro, y en mayor medida en el caso de los mamíferos.
En 1719, en el Toga, libro de lingüística japonés, los animales comunes reciben el nombre de Shishi, término que designa la carne comestible análogamente al "kasher" semita, y los sonidos "shi" o "shishi" aparecen en la designación de los animales más familiares (ushi-vaca; shika-ciervo; kamashishi-antílope) que pasarían a formar parte de un grupo seleccionado desde una perspectiva utilitarista, el cual, en el Boso, antigua crónica japonesa, se limitaría a vacas, caballos, perros, monos y gallinas como especies útiles cercanas al hombre, especificando su servidumbre con períodos de reposo, en contraste con su condición de crianza para el consumo propia de China y otros países.
En China, por ejemplo, el antiguo Libro de las Palabras limitaba a seis las especies permitidas como ganado: vacas, caballos, obejas, perros, gallinas y cerdos. Hiroshi Aramata apunta a la misma cuestión, bajo la cual subyace la justificación económica de los prejuicios religiosos sobre la alimentación que también señala el clásico "Bueno para comer" de Marvin Harris (Alianza Editorial, Madrid 1994):

"En las sociedades agrícolas los alimentos de origen animal son, desde el punto de vista de la nutrición, especialmente buenos para comer, pero también difíciles de producir. La fuerza simbólica de los alimentos de origen animal procede de esta combinación de utilidad y escasez".
[...]"En el caso de la India hindú, como veremos, la falta de viavilidad ecológica de la producción cárnica reduce hasta tal punto los beneficios nutritivos del consumo de carne que ésta es evitada: se hace mala para comer y, por lo tanto para pensar".

Pero si en el caso de la vaca hindú encontramos una divinización que la aleja del uso alimenticio habitual, encontramos casos en que el resultado del negativo rendimiento alimenticio en un entorno determinado genera la degradación del animal para fomentar la prohibición de su inconveniente consumo, como es el caso del cerdo en los países árabes, potenciales víctimas de una crisis de recursos alimentarios si consumiesen cerdo (consume más calorías de las que aporta, y las ha de consumir de alimentos que el hombre necesita para su propio consumo -al contrario de un entorno de encinares, por ejemplo, cuyas económicas bellotas no son tan aprovechables por el metabolismo humano).
Las circunstancias medioambientales generan distintas necesidades que se traducen culturalmente en un distinta calificación de las especies, que varía en el tiempo y en el espacio. A menudo, incluso puede ser que la abundancia de especies apreciables solape a posibles candidatas que pasan por despreciables por razones puramente visuales o estéticas, hasta que el criterio sea vencido por el de las ventajas económicas. El rape, antaño despreciado, hoy revalorizado, es un ejemplo muy cercano a nosotros en el tiempo y en el espacio.
Lo que es evidente es que el trato directo con el animal, el acercamiento a él que supone la actividad ganadera, alimenta un mayor conocimiento, un mayor acercamiento a la comprensión del animal, y, a la vez un alejamiento voluntario, un desprecio necesario en la cultura occidental que eluda una peligrosa simpatía. Si concluyo que es ventajoso comerme a "chancho" y me implico con él, con su vivencia y la comparto, sufriré su muerte o abriré la veda para con mis semejantes, haciendo peligrar una clara ventaja alimentaria y mi propia subsistencia.
Esto responde a un comportamiento social muy generalizado, que imprime un especial carácter a aquellas especies cuya rentabilidad económica es baja a corto o largo plazo a través de su carne, pero alta a través de su trabajo u otros servicios. Existen excepciones en nuestra cultura, como las mascotas, pero en Hawaii, por ejemplo, estas son queridas, mimadas y consumidas.

"Vistas las cosas de este modo, la compasión y el cariño que las personas demostraban cotidianamente hacia sus cohabitantes, que a la larga terminarían comiéndose, apunta paradójicamente a una categoría más alta de moralidad". (Hiroshi Aramata)

Rousseau, sensibilizado por los sufrimientos de las reses llevadas al matadero de París, dejó clara su postura en pro de un vegetarianismo utópico (en concordancia con el Boso) propia de un mentalidad ilustrada, y por tanto acomodada y urbana.
Esta actitud perdura como catalizador del problema ético, incluso teológico imbricado en las cambiantes nociones de tótem y tabú, que constituyen los criterios básicos de sacralización positiva o negativa de los animales para consumo humano, por un lado, y los ajenos (si es que actualmente puede decirse que los haya) a dicho consumo.
Dentro de estos últimos diríamos que una primera categorización tendería a dividirlos entre los que amenazan los medios de vida de las distintas sociedades y los que no lo hacen o incluso resultan beneficiosos objetiva o subjetivamente.

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